martes, 3 de enero de 2012

Con ocasión del Centenario de la muerte de Oscar Wilde


(Texto escrito en 1998)

Tanto en el mundo de la cultura como en el político, los centenarios no suelen ser sino un pretexto o bien para hablar de alguien de quien ya se habla mucho (asísuele ocurrir en el ámbito político o de los negocios), o bien para llevar al terreno de la actualidad a aquellos de los que hace ya tiempo que no se habla (asísuele ocurrir en el mundo cultural). En el año 2000, es decir, a la vuelta de la esquina, se celebrará - o debería celebrarse - el centenario de una figura única en el panorama cultural del siglo pasado: Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde o, más brevemente - para sus amigos y enemigos - Oscar Wilde. Ya sé que aún faltan dos años para que se cumpla el centenario, pero también sé, como modesto observador, que el interés que suscitan estos acontecimientos puramente cronológicos terminan al día siguiente de cumplirse el centenario. Por eso me atrevería a sugerir a los editores españoles que, pese a no tratarse de un autor español, iniciaran un ciclo de homenajes en torno a la figura del autor irlandés, ciclo que habría de culminar en el año 2000 con algún acto público más o menos protocolario, de modo que se propiciara la lectura de sus obras, algunas de ellas retraducidas, y otras adaptando su presentación al gusto actual.

¿Qué queda hoy en la memoria del público del que fuera mayor exponente del dandismo decimonónico? ¿Cuando fue la última vez que se repuso alguno de sus éxitos teatrales en Madrid o Barcelona? ¿Cuántos de entre nuestros políticos, nuestros grandes banqueros, nuestros hombres de negocios o nuestros jóvenes han leído El retrato de Dorian Gray y entendido su trasfondo ético?¿Quién recuerda sus poemas, la mayoría al gusto de la época en que le tocó vivir, pero otros, como la Balada de la cárcel de Reading, tan arrebatadores hoy como el día en que fueron escritos? Y ¿qué queda hoy de la parte que considero más injustamente olvidada de su obra, que es la que constituyen sus ensayos y obras críticas?

Los de mi generación aún recordamos la ironía, el humor, la agudeza crítica que puso Wilde en boca de los personajes de obras teatrales como La importancia de llamarse Ernesto, y ello gracias a que, en la época de la televisión única, TVE presentaba un día a la semana una obra teatral de renombre. Interesa señalar que La importancia de llamarse Ernesto fue escrita originalmente en cuatro actos pero, por obra y gracia de un productor teatral londinense de la época, George Alexander, quedó reducida (con la culpable aquiescencia de Wilde) a tres y perdió a dos de sus personajes, amputación que perpetuó el editor de la obra, Leonard Smithers (aquí hago un guiño a nuestros productores teatrales y nuestros editores, para que
se atrevan con la versión íntegra[1]).

No cabe duda que el éxito de Oscar Wilde se fraguó en los escenarios. Tanto es así que, caso insólito en los escenarios teatrales londinenses de finales del XIX, llegaron a representarse tres de sus obras teatrales simultáneamente bajo los aplausos entusiastas de la sociedad victoriana (se trataba de Un esposo ideal, Una mujer sin importancia y La importancia de llamarse Ernesto). Sin embargo, el éxito no le ponía al abrigo de las críticas de esa misma sociedad que en los teatros vitoreaba sus obras. Su modo de vida desinhibido y los escándalos que no temía provocar hicieron, por ejemplo, que Salomé, otra de sus obras (escrita en francés durante una estancia en París y dedicada al parnasiano Pierre Louÿs) fuera objeto de las iras del entonces Lord Chambelán, que impidió que se pusiera en cartel invocando una ley por la que se prohibía la representación de personajes bíblicos sobre los escenarios; tal prohibición se mantuvo pese a que Sarah Bernhardt, la estrella teatral indiscutible de aquella época, trató de producirla y protagonizarla, e incluso llegó a ensayarla durante tres semanas en un gran teatro londinense.

Al triunfo de sus obras teatrales vinieron a sumarse los éxitos obtenidos por sus cuentos para niños (y no tan niños), tales como El príncipe feliz o El gigante egoísta, por su novela emblemática, El retrato de 
Dorian Gray[2] o por la deliciosa novela El fantasma de Canterville.[3]

Sin embargo, todo este ingenio, esa visión tan peculiar de la vida y el arte, ese hedonismo demoledor y ese dandismo descarado que siempre caracterizaron al personaje de Oscar Wilde son reflejo de una sólida base intelectual y estética que éste supo plasmar magistralmente en sus ensayos y obras críticas. Esta parte de su obra es eminentemente didáctica, y expone con gran claridad su visión de la labor crítica en general, y del valor del arte para la sociedad en particular. Las bases fundamentales del pensamiento crítico de Wilde están recogidas en la colección de ensayos titulada Intenciones (1891), ensayos en los que rompe definitivamente con Zola, Henry James y todo el naturalismo, no sólo literario (cuyos representantes, dice, escriben ficción como si se tratara de una experiencia dolorosa), sino con el que predominaba entonces en todos los campos ("Si la naturaleza fuera confortable, la humanidad nunca hubiera inventado la arquitectura, y yo al menos prefiero las casas antes que el aire libre"). En otros ensayos titulados La aparición de la crítica histórica (1877), El alma del hombre bajo el socialismo (1891) y De profundis (publicado póstumamente en 1906), el autor fue desarrollando su pensamiento crítico, si bien las bases de éste ya quedaron claramente asentadas en Intenciones. Para Oscar Wilde, la naturaleza imitaba al arte tanto como lo contrario, y para demostrarlo solía recurrir al siguiente ejemplo: existe una gran diferencia entre ver y mirar; la bruma ha existido en Londres desde tiempo inmemorial, y todos la habían estado viendo sin mirarla hasta que los pintores y los poetas alabaron y mostraron la belleza de los efectos que ésta produce; es decir, fue una cosa que no existió para el hombre hasta que el arte la inventó. En cierta ocasión, le preguntó a André Gide:—¿qué ha hecho usted desde que nos despedimos ayer? Gide, ingenuamente, le hizo un aburrido recuento de sus diversas actividades cotidianas. Cuando acabó, Wilde le preguntó:—¿Es cierto? ¿Eso es lo que ha hecho usted desde ayer? ¿Y porqué volverlo a contar? Ya ve usted que no presenta absolutamente ningún interés. — Es cierto, dijo Gide apesadumbrado. — Entienda usted que hay dos mundos, dijo Wilde, el que existe sin que se hable de él, al que llamamos "mundo real", porque no es necesario hablar de él para que exista, y el "mundo del arte", del cual es necesario hablar pues de otro modo, no existiría.

La originalidad que demostró Wilde en el terreno artístico también translució en el ámbito político. Oscar Wilde fue partidario de las ideas socialistas pero, como siempre cuando de él se trataba, con una visión peculiar, propia, personal y crítica. En efecto, consideraba que las ideas socialistas habían de triunfar porque, paradójicamente, pensaba que sólo por medio del socialismo podría llegarse al necesario individualismo que permitiría la realización plena de la humanidad en su conjunto. Algunos se preguntarán: ¿En qué quedamos, socialismo o individualismo? Ambos conceptos no fueron nunca incompatibles, a pesar de las conclusiones que algunos puedan extraer hoy de la experiencia comunista en los países del este. Para Wilde, a través del socialismo había que lograr que el hombre se liberara de aquellas faenas que, siendo más propias de animales que de seres pensantes, había de realizar para atender a su sustento; de este modo, podría desarrollarse plenamente como individuo, y ajustar su conducta a la máxima wildeana según la cual "El verdadero valor del hombre no radica en lo que posee, sino en lo que es"; en esta visión del socialismo, el Estado se encargaría de lo que resultara útil, y el hombre de lo que resultara bello. Esta interpretación, que muchos tacharán de utópica, no le hizo pasar por alto los siniestros derroteros que ya tomaba el pensamiento socialista de finales del XIX, y advirtió premonitoriamente contra los peligros de lo que llamó "las tiranías industriales", en las que el único cambio consistiría en que el Estado acabara por detentar, además del poder político, el poder económico, quedando el hombre reducido a una situación aún peor que la anterior. Para Wilde, el objetivo del socialismo ha de ser acabar con el dolor y el sufrimiento, para que el hombre llegue a estar en plena armonía consigo mismo y con su entorno, lo cual desembocará necesariamente en el individualismo, y la humanidad nunca ha conocido expresión más intensa del individualismo que el Arte.

También su dandismo tenía una sólida base intelectual, y explica tanto su preocupación por la apariencia exterior como las dosis de pasión con las que supo adornar todos los detalles de su vida. Lo afirma claramente cuando escribe que "la vida misma es un arte y, al igual que ocurre con las artes que pretenden expresarla, tiene sus propios modos estilísticos".

Sin embargo, para sus admiradores su mayor obra de arte fue su propia vida, que supo convertir en un ejemplo palpable de que, a veces, la naturaleza es la que imita al arte. Quienes le conocieron en vida (entre sus coetáneos famosos con los que trabó relación cabe citar a George Bernard Shaw, Stéphane Mallarmé, Sarah Bernhardt, Paul Verlaine, Victor Hugo, Pierre Louÿs, Walt Whitman, Edgar Degas y André Gide) coinciden en afirmar que su conversación era, con mucho, superior a su obra escrita. Su vida era un guión, y él no era sino su histriónico protagonista. En cierta ocasión declaró: "He puesto en mi vida todo mi genio, en mis obras tan solo mi talento". Reflexionaba críticamente sobre todo aquello que llegaba a su conocimiento, recurría con frecuencia en la conversación a los apólogos (alegorías que contienen una enseñanza moral), reinventaba la realidad para hacerla más hermosa, trataba de dotar a todo lo que le rodeaba de un verdadero sentido artístico, si no para los demás, sí al menos para él. El arte lo era todo para Wilde, y se esforzaba en todo momento por transmitir su visión a quienes le rodeaban; así, en cierta ocasión, cuando un amigo escritor le afirmaba no comprender la obra de otro artista, Wilde le respondió: "Hay artistas de dos tipos: unos aportan respuestas, y los otros, interrogaciones. Hay que saber si uno es de los que responden o de los que interrogan, pues el que interroga no es nunca el mismo que responde. Hay obras de arte que esperan, y que permanecen incomprendidas durante mucho tiempo; esto se debe a que aportan respuestas a preguntas que aún no se han formulado, pues en Arte, con frecuencia, la pregunta llega mucho después que la respuesta."

Oscar Wilde afirmó que el Arte comenzaba donde terminaba la imitación y que, mientras la naturaleza, al crear, siempre se reproducía a sí misma, lo que Dios y el hombre creaban era irrepetible. En consecuencia, decía, todo lo que se gana para la vida, se pierde para el arte, pues la primera es el disolvente en que desaparece el segundo. Esta última afirmación había de resultar, muy a su pesar, profética.

En efecto, la vida lo alcanzó en los tribunales londinenses, y disolvió casi todo vestigio de su arte. Una cuestión de “costumbres” que le enfrentó al Marqués de Queensberry (el mismo que acuñó las reglas del noble arte del boxeo) le hizo acudir —mal aconsejado por Lord Alfred Douglas, su amigo e hijo del citado marqués — a los tribunales. Aunque llegó a darse cuenta de su error[4], no quiso huir de Inglaterra, y el tribunal acabó por condenarle a dos años de trabajos forzosos. Esos dos amargos años de su vida transcurrieron entre la cárcel de Reading y la prisión de Pentonville, sometido a un régimen de vida penosísimo y alejado de todos y de todo aquello que hubiera podido atenuárselo. Allí alcanzó a conocer a un preso, Charles Thomas Wooldridge, antiguo soldado de la Real Guardia Montada, condenado a muerte por haber asesinado a su esposa. Tres semanas después de su encuentro con Wilde, fue ahorcado y enterrado en una fosa junto a los muros de la prisión. Profundamente afectado por su situación, Wilde escribió una carta a Lord Alfred Douglas: De profundis. Esta carta, dirigida al causante — voluntario o involuntario (depende de las versiones) — de todos sus males, comenzaba con un análisis de la relación que le unía a Bosie (Lord Alfred Douglas), y terminaba con la exposición de la que iba a ser su posición intelectual definitiva ante la vida a partir de aquél momento, de las condiciones en que deseaba volver a encontrarse con el mundo, de la evolución de su carácter y de lo que todavía esperaba realizar. Esta carta constituye también una de sus obras críticas de mayor importancia; en ella quedaron reflejadas, además, todas sus contradicciones, su ocasional falta de sinceridad y, por primera y última vez, no pareció importarle lo que pensara el público de su prestación.


Su impulso artístico aún había de manifestarse en otro sobresalto, un canto del cisne que pusiera punto final a su existencia de artista. Desde su exilio francés, para el que adoptó significativamente el nombre de Sebastian Melmoth, el personaje de Charles Maturin[5], logró que esa misma estancia en prisión de la que antes se avergonzó acabara por engrandecerle. Tanta tragedia, fealdad, miseria y abandono como experimentó durante aquellos dos infernales años le llevaron, desde la libertad de su exilio francés en Berneval, a evocar la visión de la vida desde una celda de prisión en una poesía trágica y estremecedora: la Balada de la cárcel de Reading. Esta fue la última - y para muchos la mejor - obra poética de Wilde; en ella, el preso evoca desde la soledad de la celda el brillo de su pasado y la oscuridad e injusticia de la situación en la que se encuentra.

El editor Leonard Smithers (otra vez él), que se vanagloriaba de aceptar todas las obras que los demás no se atrevían a publicar, publicó la obra utilizando un seudónimo para el autor (por petición expresa de Wilde); en el lugar que hubiera debido ocupar el nombre del autor, sólo figuraban una letra y dos números: "C.3.3.", el número de matrícula de Wilde en la prisión. Como tributo a la memoria de lo que allí vivió, el autor incluyó la siguiente dedicatoria: "a C.T.W., alguna vez soldado de la Real Guardia Montada".

Pese a intentarlo, nunca fue capaz de escribir otra obra de teatro que le permitiera volver a la sociedad con la cabeza alta (afirmaba que los hombres sólo recordaban a las personas por lo último que habían hecho), y así vivió retirado hasta el final de su vida. Aún escribiría algunas líneas antes de su muerte, que lo sorprenderá en el Hotel d'Alsace de París, el próximo viernes 30 de noviembre del año 2000 –  a las dos menos diez de la tarde –  hará cien años.

Fernando Peral
Febrero de 1998

[1] The importance of being Earnest and other plays, enriched classic, Simon & Schuster, New York, 2005.
[2] Esta obra fue adaptada para el cine, primero en 1915 por los directores rusos Vsevolod Meyerhold y Mikhail Doronin, luego con gran éxito por Albert Lewin en 1945 (obteniendo un Oscar y donde llama poderosamente la atención la inquietante belleza de su protagonista, Hurd Hatfield), y en 1971, con menos éxito, por Massimo Dallamano (Dorian Gray, protagonizada por Helmut Berger).
[3] También llevada a la gran pantalla con gran éxito bajo la dirección de Jules Dassin y protagonizada por un verdadero gigante del séptimo arte, Charles Laughton.
[4] Más tarde diría a quien quisiera escucharle que su caída se debió a una falta de individualismo, pues ya que había vivido en constante desafío a las leyes de la sociedad, nunca debió de haber recurrido a ellas para defenderse de sus enemigos.
[5]Charles Maturin: Melmoth el errabundo.

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