Cuando las superestructuras políticas y
administrativas no se corresponden con las realidades económicas y sociales,
los conflictos crecen en número e importancia, y el poder político impone por
la fuerza una imagen de estabilidad que exige una espiral de intervenciones
autoritarias a las que los ciudadanos van resistiéndose con empeño creciente.
La Unión Europea ha dejado de ser un mercado común que, aunque a trancas y barrancas, iba funcionando, para convertirse en un sucedáneo moderno del Sacro
Imperio romano-germánico, donde Carlomagno ha sido sustituido por Angela Merkel
y Pepino el Breve por Nicolas Sarkozy. Y, como entonces, mientras el imperio se va desmoronando económica y
socialmente, la corte de la Emperatriz Angela se empeña en decir que no pasa
nada y que, si todos se portan bien, Alemania proveerá.
La Europa política, construida artificialmente
y sin contar con los ciudadanos, ha fracasado estrepitosamente, y no la
resucitarán ni la banca ni los partidos políticos, que son los que la han
llevado a su perdición. Europa se ha convertido en un remedo de la funesta Unión
Soviética. El “gulag” con el que se
amenaza al ciudadano que desea resistirse, al verdadero “indignado”, es la
quiebra financiera de su Estado y la condena a la miseria económica para él y
para sus hijos.
Entre tanto, los ciudadanos y los estados más
perjudicados empiezan a asumir que la cosa ya ha dejado de funcionar y comienzan
a buscarse el sustento por otras vías,
no siempre legales ni legítimas, en espera de que, si no cambian las cosas
radicalmente, aparezca dentro de unos años un Gorbachov europeo que firme el
certificado de defunción del producto de este proceso de ingeniería social en que se ha convertido el europeismo militante.
Las dos propuestas "imperiales", a saber, la armonización fiscal, que hundiría aún más a los miembros más pobres de la Unión, y la sumisión de los
presupuestos a la aprobación de la Comisión Europea, supondrían una
renuncia de los políticos a la soberanía del estado al que representan, una renuncia que tendrían
que hacer a espaldas de sus ciudadanos, que ya han manifestado en diversas ocasiones que no desean cedérsela a un órgano político
que no han elegido y cuya actuación no pueden fiscalizar.
En definitiva, se pongan como se pongan los
políticos soviéticos de Europa, ésta sigue y seguirá siendo una mera denominación geográfica y no
una unidad política, y el euro no dejará de ser una moneda de monopoly que
durará mientras la banca esté en manos de Alemania.
La única salida a esta situación es que surjan
auténticos hombres de estado, capaces de captar la visión que tienen sus ciudadanos de la libertad y del papel que debe desempeñar el Estado en su vida
diaria, y de articularla en un programa político que sea realista respecto del
presente, y visionario respecto del futuro. Sin el respaldo activo de los
ciudadanos, la Unión Europea, como en su día la Unión Soviética, está condenada
a desaparecer.
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