domingo, 12 de febrero de 2012

La sociedad adolescente – Otra crítica contra lo políticamente correcto


Mi padre decía que un hombre sólo se vuelve tal cuando pierde a su padre. También he leído en algún lado que un adulto es un niño que ha dejado de mirarse a sí mismo. Me parece que ambas afirmaciones se completan muy bien. Un hombre, en presencia de su padre, recuerda su infancia, su condición de niño protegido (o tiranizado, según sea el padre); cuando pierde a su padre, pierde en cierto modo su infancia.

Creo que era Voltaire el que decidió que sus hijos se criaran en orfanatos, para obligarles a un contacto inmediato con la realidad social y ofrecerles así la mejor de las educaciones para enfrentarse al resto de sus vidas. Me han contado que en China existen unos internados en los que se deja a los bebés apenas empiezan a caminar, y se les enseña desde el primer día a valerse por sí mismos y a convivir con los demás niños con una mínima presencia de adultos. La única concesión al sentimiento es una foto de los padres, a la que el niño puede dirigirse cuando llora. Sólo perdiendo el contacto con sus padres pueden hacerse socialmente responsables.

Sin embargo, es preciso reconocer que esta crueldad aparente sirve su propósito. Al abreviar la infancia, la “realidad” social se convierte en la única referencia afectiva y cultural, lo cual permite pensar en un hombre nuevo, nuevo en el sentido de que su escala de valores descansa más en los valores colectivos que en la propia persona.

Un filósofo alemán afirma que el hombre como especie tiene una característica que lo distingue de todas las demás: un modo de vida cuasi uterino hasta los 10 o los 12 años en las sociedades pobres, hasta los 20 o más en las sociedades “avanzadas”. Esto da lugar a una infancia sobreprotegida, que dispone de mucho tiempo para desarrollar las diversas neurosis ligadas a una permanencia y una dependencia excesivas de sus progenitores y de la sociedad idealizada que estos representan; unas neurosis que se confortan y se complican con la aparición de la televisión, que se convierte en otro elemento de protección ficticia, en un aparato-madre que instila en la mente del espectador la falsa seguridad de una presentación “controlada” de la realidad que nos quieren mostrar, con una voz en “off” que nos describe la vida como si se tratara de una película. Una industria que produce, gracias a los avances tecnológico, películas más reales que la vida misma, que adormece el sentido crítico de quien las contempla, que abre la posibilidad de vivir en una realidad “virtual” en que la vida misma se nos aparece con guión y banda sonora. No sé si le pasará a todo el mundo pero yo, a veces, no puedo impedirme echar de menos la música cuando me encuentro en ciertas situaciones dramáticas de la vida “real”: un entierro, un adulto llorando, una pelea callejera…

Modelos y actores cada vez más perfectos, que ponen al alcance de nuestros sentidos una imagen casi palpable de la perfección. Si tienen algún defecto aparente, se maquilla, se cambia la iluminación y, por último, se retoca la imagen para borrar todo rastro de imperfección. Luego, el resultado artificial se reviste de normalidad, y los personajes que aparecen en las revistas, en el cine o en la televisión pasan a formar parte de nuestra realidad inmediata, convirtiéndose de hecho para muchos en punto de referencia.

Estamos llegando a un punto en que muchos creen estar en deuda con la sociedad, o viceversa, por que la imagen que les ha tocado acarrear durante el resto de sus vidas no responde a los cánones establecidos por la realidad “virtual” televisiva, publicitaria o cinematográfica. ¡Todo por la salud y la belleza del cuerpo! Los gimnasios proliferan, los productos llamados dietéticos se convierten en la norma alimentaria, aún a costa del sabor, de la cultura e incluso de la salud. La mayoría ve hoy con horror incontenible un pedazo de mantequilla, una patata frita o un terrón de azúcar.

Decía Sartre que Dios había muerto, sin que ello quisiera decir que no hubiera existido, ni siquiera que hubiera dejado de existir. Yo creo en cambio que Dios no ha muerto, que el hombre normal no es capaz de ser ateo, y que ese Dios que le habla ha cambiado. Hoy puede tocar a Dios, lo escucha cada día, cada día le bendice o le condena, le exige o le regala. El paraíso y el infierno están aquí. Dios no ha muerto, simplemente ha perdido su trascendencia y se ha convertido en inmediato.

Los adolescentes son probablemente las primeras víctimas de esa inmediatez de un Dios en el que no quieren creer pero que gobierna sus vidas a través de las de sus padres; son víctimas propiciatorias de ese culto a la imagen, a la falsa “normalidad”. En un periodo tan delicado como el de la adolescencia, en el que uno lo cuestiona todo y descubre un cuerpo que le asusta, porque los cambios que van apareciendo lo alejan indefectiblemente de esa falsa realidad uterina que les consideraba niños-bebés, algunos jóvenes responden con idénticas dosis de irrealidad: la evolución de mi cuerpo tiene que estar sometida a mi mente, yo soy Dios, el bien y el mal son absolutos, no tengo porqué vivir en la sociedad que me ha tocado, etc. Algunos caen en posiciones colectivas aún más extremas, las sectas, pero también en integrismos de todo tipo, desde el vegetalianismo hasta el ecologismo, pasando por el buenismo… Nunca faltará alguien lo suficientemente “lúcido” como para poder sacar partido de esa sed de irrealidad.

La parte más normal de la juventud utiliza esas tensiones para crear (recrear) los símbolos exteriores de la sociedad, aspira a crear su propia realidad. Se expresa de manera colectiva tratando de distinguirse de lo adulto que la rodea, y reinventa la provocación, la contestación y el arte de cada época. La parte más conformista es la que acepta las reglas del juego de sus mayores pero, como juventud que es, trata de llevarlas al extremo: los yuppies, los “pijos”, los “indignados”, los extremistas políticos y religiosos (si es que hay alguna diferencia entre los dos), etc. Y, por supuesto, como en toda sociedad que se precie, por el camino van quedando los marginales, los que no se reconocen en ninguna de las opciones que se les ofrecen y tratan de construir su propio ámbito de realidad aislada para huir de la “normalidad” social y de la realidad física: suicidio, drogas, anorexia, delincuencia brutal, etc.
Coincido plenamente con esa apreciación de que el ser humano vive una infancia cuasi-uterina hasta una edad demasiado avanzada, pero yo iría aún más lejos: la sociedad políticamente correcta no es más que una versión adulta del jardín de infancia. Me explico. Seguimos en la misma estructura reglamentada y alejada de la realidad física inmediata que es el jardín de infancia, sólo que ahora actuamos como adultos, es decir, como niños que han dejado de mirarse a sí mismos. El resultado es un jardín de infancia tan irreal como el infantil, pero al que hay que añadir el componente trágico de la seriedad. Los jugadores olvidaron que se trata de un juego. La guerra no se acaba a la hora de merendar. Perder las canicas tiene consecuencias. La sociedad es el jardín de los adultos, porque en él conviven, a la vez, Dios, el paraíso y el infierno.

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