Mi padre decía
que un hombre sólo se vuelve tal cuando pierde a su padre. También he leído en
algún lado que un adulto es un niño que ha dejado de mirarse a sí mismo. Me
parece que ambas afirmaciones se completan muy bien. Un hombre, en presencia de
su padre, recuerda su infancia, su condición de niño protegido (o tiranizado,
según sea el padre); cuando pierde a su padre, pierde en cierto modo su
infancia.
Creo que era
Voltaire el que decidió que sus hijos se criaran en orfanatos, para obligarles
a un contacto inmediato con la realidad social y ofrecerles así la mejor de las
educaciones para enfrentarse al resto de sus vidas. Me han contado que en China
existen unos internados en los que se deja a los bebés apenas empiezan a
caminar, y se les enseña desde el primer día a valerse por sí mismos y a
convivir con los demás niños con una mínima presencia de adultos. La única
concesión al sentimiento es una foto de los padres, a la que el niño puede
dirigirse cuando llora. Sólo perdiendo el contacto con sus padres pueden
hacerse socialmente responsables.
Sin embargo, es
preciso reconocer que esta crueldad aparente sirve su propósito. Al abreviar la
infancia, la “realidad” social se convierte en la única referencia afectiva y
cultural, lo cual permite pensar en un hombre nuevo, nuevo en el sentido de que
su escala de valores descansa más en los valores colectivos que en la propia
persona.
Un filósofo alemán afirma que el hombre como
especie tiene una característica que lo distingue de todas las demás: un modo
de vida cuasi uterino hasta los 10 o los 12 años en las sociedades pobres,
hasta los 20 o más en las sociedades “avanzadas”. Esto da lugar a una infancia
sobreprotegida, que dispone de mucho tiempo para desarrollar las diversas
neurosis ligadas a una permanencia y una dependencia excesivas de sus
progenitores y de la sociedad idealizada que estos representan; unas neurosis que se confortan y se
complican con la aparición de la televisión, que se convierte en otro elemento
de protección ficticia, en un aparato-madre que instila en la mente del
espectador la falsa seguridad de una presentación “controlada” de la
realidad que nos quieren mostrar, con una voz en “off” que nos describe la vida
como si se tratara de una película. Una industria que produce, gracias a los
avances tecnológico, películas más reales que la vida misma, que adormece el
sentido crítico de quien las contempla, que abre la posibilidad de vivir en una
realidad “virtual” en que la vida misma se nos aparece con guión y banda
sonora. No sé si le pasará a todo el mundo pero yo, a veces, no puedo impedirme
echar de menos la música cuando me encuentro en ciertas situaciones dramáticas
de la vida “real”: un entierro, un adulto llorando, una pelea callejera…
Modelos y actores
cada vez más perfectos, que ponen al alcance de nuestros sentidos una imagen
casi palpable de la perfección. Si tienen algún defecto aparente, se maquilla,
se cambia la iluminación y, por último, se retoca la imagen para borrar todo
rastro de imperfección. Luego, el resultado artificial se reviste de
normalidad, y los personajes que aparecen en las revistas, en el cine o
en la televisión pasan a formar parte de nuestra realidad inmediata,
convirtiéndose de hecho para muchos en punto de referencia.
Estamos llegando
a un punto en que muchos creen estar en deuda con la sociedad, o viceversa, por
que la imagen que les ha tocado acarrear durante el resto de sus vidas no
responde a los cánones establecidos por la realidad “virtual” televisiva,
publicitaria o cinematográfica. ¡Todo por la salud y la belleza del cuerpo! Los
gimnasios proliferan, los productos llamados dietéticos se convierten en la
norma alimentaria, aún a costa del sabor, de la cultura e incluso de la salud.
La mayoría ve hoy con horror incontenible un pedazo de mantequilla, una patata
frita o un terrón de azúcar.
Decía Sartre que
Dios había muerto, sin que ello quisiera decir que no hubiera existido, ni
siquiera que hubiera dejado de existir. Yo creo en cambio que Dios no ha
muerto, que el hombre normal no es capaz de ser ateo, y que ese Dios que le
habla ha cambiado. Hoy puede tocar a Dios, lo escucha cada día, cada día le
bendice o le condena, le exige o le regala. El paraíso y el infierno están
aquí. Dios no ha muerto, simplemente ha perdido su trascendencia y se ha
convertido en inmediato.
Los adolescentes
son probablemente las primeras víctimas de esa inmediatez de un Dios en el que
no quieren creer pero que gobierna sus vidas a través de las de sus padres; son
víctimas propiciatorias de ese culto a la imagen, a la falsa “normalidad”. En
un periodo tan delicado como el de la adolescencia, en el que uno lo cuestiona
todo y descubre un cuerpo que le asusta, porque los cambios que van apareciendo
lo alejan indefectiblemente de esa falsa realidad uterina que les consideraba
niños-bebés, algunos jóvenes responden con idénticas dosis de irrealidad: la
evolución de mi cuerpo tiene que estar sometida a mi mente, yo soy Dios, el
bien y el mal son absolutos, no tengo porqué vivir en la sociedad que me ha
tocado, etc. Algunos caen en posiciones colectivas aún más extremas, las
sectas, pero también en integrismos de todo tipo, desde el vegetalianismo hasta el ecologismo, pasando por el buenismo… Nunca faltará alguien lo
suficientemente “lúcido” como para poder sacar partido de esa sed de irrealidad.
La parte más
normal de la juventud utiliza esas tensiones para crear (recrear) los símbolos
exteriores de la sociedad, aspira a crear su propia realidad. Se expresa de
manera colectiva tratando de distinguirse de lo adulto que la rodea, y
reinventa la provocación, la contestación y el arte de cada época. La parte más
conformista es la que acepta las reglas del juego de sus mayores pero, como
juventud que es, trata de llevarlas al extremo: los yuppies, los “pijos”, los “indignados”,
los extremistas políticos y religiosos (si es que hay alguna diferencia entre
los dos), etc. Y, por supuesto, como en toda sociedad que se precie, por el
camino van quedando los marginales, los que no se reconocen en ninguna de las
opciones que se les ofrecen y tratan de construir su propio ámbito de realidad
aislada para huir de la “normalidad” social y de la realidad física: suicidio,
drogas, anorexia, delincuencia brutal, etc.
Coincido plenamente con esa apreciación de que el ser
humano vive una infancia cuasi-uterina hasta una edad demasiado avanzada, pero
yo iría aún más lejos: la sociedad políticamente correcta no es más que una versión adulta del jardín
de infancia. Me explico. Seguimos en la misma estructura reglamentada y alejada
de la realidad física inmediata que es el jardín de infancia, sólo que ahora
actuamos como adultos, es decir, como niños que han dejado de mirarse a sí
mismos. El resultado es un jardín de infancia tan irreal como el infantil, pero
al que hay que añadir el componente trágico de la seriedad. Los jugadores
olvidaron que se trata de un juego. La guerra no se acaba a la hora de
merendar. Perder las canicas tiene consecuencias. La sociedad es el jardín de los adultos, porque en él conviven, a
la vez, Dios, el paraíso y el infierno.
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