Desde finales del siglo XIX y, especialmente, desde mediados del siglo
XX, cabría pensar que el “márketing político” se ha convertido en la única
herramienta que permite ganar (o perder) elecciones.
Ya en la segunda parte del decenio de 1970, cuando yo aún estudiaba
ciencias políticas en la universidad, un grupo de estudiantes hicimos un
ejercicio de lectura comparativa para ver lo que tenían en común los programas de
los recién nacidos partidos políticos y lo que los diferenciaba.
Comprobamos con sorpresa que las promesas electorales de los
principales partidos con opción de gobierno eran casi idénticas: todos ellos ofrecían
más libertad, democracia, progreso social, reconciliación entre los españoles, defensa
del estado de derecho, integración en Europa, etc…
La única diferencia apreciable que observamos era la relativa a la
OTAN, crisol de maldades y sumisión al “Gran Satán” para unos, y garantía de
defensa y libertad para otros. En el resto de los programas, no aparecía
ninguna promesa que supusiera un compromiso basado en cifras concretas. En
resumen, llegada la hora de hacer balance, no había manera de cuantificar en
qué medida se había cumplido el programa electoral, pues éste no incluía nada que
fuera cuantificable (más libertad, democracia, progreso social, defensa del
estado de derecho, integración en Europa no son factores que se puedan medir
objetivamente).
A principios del decenio de 1980, curiosamente, los que defendían la
pertenencia a la OTAN estaban en el poder y se manifestaban convencidos de la
conveniencia de la adhesión, pero se negaban a convocar un referéndum sobre el
particular, tal y como exigían sus detractores bajo el lema “OTAN: de entrada,
NO”.
Al final, España se incorporó a la OTAN y, cuando los detractores llegaron al Gobierno en
1982, se sintieron obligados a cumplir su promesa de convocar un referéndum
sobre la cuestión y, aunque remolonamente, acabaron por convocarlo, pero esta
vez solicitando el sí a la adhesión.
Al final de esa legislatura, los partidos políticos evolucionaron y, para
las elecciones siguientes, todo programa electoral llevaba alguna promesa concretada
con números que, según los analistas de entonces, si se hacía realidad,
serviría para convencer a los electores de volver a votar al partido en
cuestión. Así, Felipe González prometió 800 000 puestos de trabajo para acabar
con las posibilidades electorales de la derecha, y lo consiguió en forma de
holgada mayoría parlamentaria. Al
finalizar la legislatura, había perdido 800 000 puestos de trabajo (una “ligera”
desviación del 1000 por cien) y, pese a todo, volvió a ganar las siguientes elecciones
con mayoría absoluta.
Así hasta finales de los años 90, en que el Partido Popular ganó las
elecciones por los pelos con un programa electoral cuantificable al, digamos,
50 por ciento. Esas promesas electorales se cumplieron, más o menos, al 80 por
ciento. En las siguientes elecciones, el PP obtunvo una holgada mayoría
absoluta con un programa electoral claro y cuantificable al 80 por ciento; al
final de la legislatura, lo había cumplido al 80 por ciento, pero perdió las
elecciones estrepitosamente.
Hay quien lo achaca a los trágicos sucesos del 11-M, otros lo atribuyen
a la intervención en la guerra de Irak, al escaso “sex appeal” del candidato
del PP frente al del PSOE, a la catástrofe petrolera del hundimiento del “Prestige”,
y otros, entre los que me cuento, a una combinación de todos estos factores… El
caso es que, visiblemente, el voto de los españoles no se guió por el
cumplimiento de las promesas realizadas, sino por criterios distintos y
difíciles de cuantificar. Todos recordamos que, en las elecciones de 2008, el
PSOE ganó con el lema “Por el pleno empleo”, y que en 2012, el PP ganó
prometiendo, entre otras cosas, que no subiría los impuestos porque eso sería “una
barbaridad económica”.
Por desgracia, ahora sufrimos en nuestras carnes el incumplimiento
flagrante de ambas promesas, y sin embargo, Andalucía ha votado
mayoritariamente por mantener a la izquierda, liderada por el PSOE, en el
Gobierno; y, habida cuenta del fracaso de las manifestaciones convocadas por
los sindicatos, no parece que el incumplimiento de la promesa fiscal del PP
haga mella en sus posibilidades electorales.
Así pues, y como conclusión, parece demostrable empíricamente que, en
España al menos, los programas políticos sólo comprometen a quienes votan por
ellos, y no a quienes los elaboran.
Las preguntas que se derivan de ello resultan muy difíciles de responder:
entonces ¿qué hace que un partido político gane o pierda elecciones en España?
¿Son los votantes como los “hinchas” de fútbol, y votan de manera temperamental por la imagen que
tienen del partido político, más que de manera racional por su actuación real?
¿O bien se utiliza el voto para castigar al partido en el poder más que para
cambiar la orientación política del gobierno? ¿Existen “techos electorales” de
los partidos que hacen que lo determinante para los resultados electorales no
sea el voto, sino la abstención?
Y estas interrogantes conducen a otra más general e inquietante: ¿Han
madurado políticamente los españoles tras 36 años de ejercicio de la
democracia?